16 de abril de 2010

Máscaras

Estoy acostada en mi cama, mi mirada está fija al techo, blanco e inexpresivo. Por un momento mi mente se encontró apagada, negra y sin voz; un rato después llega a mi pensamiento, como visitante inoportuno el concepto de las Máscaras; esa imágen creada para ocultar un retrato oculto.
Todos las tenemos, forman parte de nosotros; pero no todas son iguales y las razones por las que las usamos también son diferentes.
Algunas, por ejemplo, son tenebrosas pero no porque sean crueles o espantosas, sino por su falsa bondad, su gran hipocresía y mediocridad. Tal vez pertenecen a aquellos que tienen una forma de ser artera o simplemente personas con malas intenciones. Pero cuidado, no es sencillo ver tras este tipo de máscara; hay que ser un buen observador para poder descubrirlo. Fácilmente nos engañan.
Otras, en cambio son falsificaciones de la seguridad; son usadas por los que temen enfrentarse a sí mismos y les es más fácil mentirse, sin embrago viven una vida ficticia.
Estos son ejemplo, modelos construidos por mí y me puedo equivocar. Por supuesto que existen otros tipos de máscaras pero no voy a hacer una lista completa porque seguramente no tendría tiempo y no vale la pena porque tan sólo estoy jugando con un concepto, divagando por esta noche.
Miro el reloj, ya es tarde, son las 04:03 am; pero no puedo conciliar el sueño y continuo con la cadena de pensamientos. Si, las máscaras son algo con lo que vivimos, tenemos muchas y no nos damos cuenta. Creemos tal vez, que somos sinceros con nosotros mismos y en más de una oportunidad sabemos que no es cierto pero continuamos con la fábula, el teatro; esperamos que llegue ese momento en el que podamos desenmascararnos, ser fieles a nuestra verdadera apariencia. No siempre se presenta el momento y se corre el riesgo de que esa máscara que usamos durante mucho tiempo termine absorbiendo nuestra esencia.
Muchas veces he utilizado la Máscara de la Estatua, es una máscara dolorosa pues es como su nombre lo indica: una eterna expresión, constante y estática. No permite revelar mis verdaderos sentimientos, mis emociones y en especial las más tristes; siento que gran parte de esa máscara es de mármol. Esta fijada fuertemente en mi rostro y es muy difícil quitarla o vencerla; a veces lo logro pero sólo por un momento, nada más. Aunque hay personas son las que estoy libre, con las que no hay necesidad de artificios, pero son tan pocas...
En fin, es la interminable lucha entre lo que somos, lo que debemos ser, lo que queremos ser, y lo que se quiere que seamos.
Veo a través de la cortina marrón de mi habitación que el cielo empieza a clarear, mis párpados pesan, mis costumbres de ave nocturna me llevan a un estado onírico...Máscaras...que extrañas son.


Por Edle M. Julve

13 de abril de 2010

El Eremita, el Cuervo y la Princesa

En Sholdam, un frondoso bosque del Reino de Thagornia, vivía un cuervo que era considerado como un sabio por los viajeros que se habían cruzado con él. Se decía que poseía el don de adivinar el futuro de las personas y que conocía los más profundos secretos de las artes ocultas, que tan sólo paladines, brujas y hechiceros podía develar. El cuervo era llamado Rongrin y nadie sabía que edad tenía pues parecía que siempre había estado en Sholdam, como si hubiera nacido junto con las primeras semillas que dieron vida al extraño bosque.

Rongrin era una criatura peculiar y existían muchas leyendas y cuentos sobre él; incluso algunos niños que se habían aventurado en el bosque juraban que la maravillosa ave se podía transformar en un anciano venerable, historia que nadie creyó por tratarse de comentarios de chicos traviesos.

Muchos de los reyes que reinaron en Thagornia desearon capturar a Rongrin, ya que creían que podría dar buenos consejos. Pero nunca ningún monarca consiguió este cometido, pues el cuervo era tan sagaz y astuto que ni los mejores y bien entrenados cazadores de la región había podido atraparlo.

Sin embargo se llegó a conocer una historia en Thagornia, sobre el cuervo, un eremita y la princesa, durante el reinado de un rey llamado Cabolus. Este soberano tenía diez hijos, de los cuales nueve eran varones y la última en nacer había sido una niña. Cabolus se sentía muy orgulloso de sus hijos, todos eran fuertes, inteligentes y valerosos. Sin embargo, su tesoro más preciado era su hija, Rimbalis. Esta princesa no era ni justa ni bondadosa; era todo lo contrario a estas buenas cualidades. La dama siempre había sido consentida en todo por Cabolus que había sido incapaz de negarle nada, dándole siempre lo mejor.

Con el pasar de los años, la princesa se transformó en un ser caprichoso y despiadado, sin ninguna clase de bondad en su corazón. Tal vez todos la podían ver bella y esplendorosa en su aspecto, pero su espíritu estaba oscuro y ocupado por la vileza.

Cabolus se dio cuenta de su error cuando su hija ya era la maldad en persona. El anciano rey se asustó porque se dio cuenta que había logrado crear a un ser vil e infame y que si no corregía su falta su hija tendía un mal destino. Decidió con mucho dolor recluirla en una torre en el corazón de Sholdam, pensó que de esa manera Rimbalis estaría alejada de todo el lujo y frivolidad de la corte y cambiaría para bien.

A la maligna princesa no le agradó el mandato de su padre, pues ¿quien era él para negarle su libertad y lujosa vida? A pesar de los rabiosos reproches hacia su padre, no logró que cambiara de decisión.

En un bello amanecer de primavera, Rimbalis partió hacia la torre de Sholdam. Fue llevada hacia allí en un carruaje enrejado para que no pudiera escapar. El viaje fue largo y tedioso y cuando llegó a la fortaleza el ocaso ya había muerto y las estrellas coronaban el firmamento negro azulado. La princesa bajó del carruaje escoltada por fuertes soldados quienes se aseguraron que ingresara a la torre, tal como había ordenado Cabolus. Cuando todo estuvo listo, el carruaje y los soldados partieron rumbo al castillo de Thagornia.

La princesa Rimbalis estaba furiosa porque a ella nunca se le había negado nada. Pensaba que su padre estaba trastornado por su longevidad y que por esa razón la había recluido en aquella fortaleza que le negaba su libertad.

La torre era una bella construcción de mármol gris y granito blanco que brillaba con intensidad en el día y la noche, cuando la luna visitaba el vasto firmamento. Las largas ventanas que rodeaban la torre, poseían cristales embellecidos por diferentes motivos naturales: flores, hiedras y árboles que se mezclaban armoniosamente, dando como resultado una bella composición artística.

La princesa pasó muchos meses en aquella torre, enfurecida por su inexplicable reclusión. Todavía no comprendía el sentido de su aislamiento; no lograba verlo porque aún amaba su antigua vida, infame y egoísta.

La primavera y el verano se fueron de modo impávido y el otoño llegó súbitamente, cubriendo los pastos con doradas hojas. Los únicos que se mantenían impasibles ante el cambio eran los pinos, que sobresalían con su verde oscuro entre los robles, encinas y muérdagos que había entrado en una larga siesta otoñal, con sus brazos desnudos y secos.

Una tarde de otoño, Rimbalis observaba el ocaso desde una de las ventanas de la torre cuando de repente un ave interrumpió su ensueño. Era un cuervo de plumaje tan negro como la noche misma. Se había posado en el marco de la ventana y parecía decidido en quedarse allí y observaba a la princesa con cierto interés. Rimbalis trató de espantarlo con la mano, pero el ave ni siquiera se movió.

— ¿Qué quieres? —Preguntó la princesa con rabia—. No tengo comida para darte, pajarraco tonto.

— Sería más cortés de tu parte presentarte… —graznó el cuervo con desdén— Mi nombre es Rongrin y soy el guardián de Sholdam.

La princesa no podía creer lo que estaba viendo y escuchando. Nunca en su vida había conocido a un animal que hablara. Sin embargo, prefirió esconder su asombro y respondió con orgullo:

— Mi nombre es Rimbalis y soy la Princesa de Thagornia.

— Lo sé…—dijo Rongrin—. Sospeché que eras la princesa de Thagornia por tus malos modales. Eres una leyenda en este reino; tus malos sentimientos son bastantes conocidos…

— ¿Que puede saber un cuervo sobre asuntos humanos? —Se burló Rimbalis con una risa grosera— No creo que seas “El Guardián del Bosque”. Un simple pájaro no puede serlo.

Al decir lo último, el cuervo se transformó es un anciano de ropajes pardos y cabello plateado. La princesa no mostró mucha sorpresa ante el cambio, su actitud era impertinente.

— ¿Qué pretendes con esa actitud, princesa Rimbalis? —preguntó el eremita con pena y seriedad.

— No pretendo nada…—se defendió la dama—. Usted no es quien para darme una lección de vida.

— Claro que sí…Soy el espíritu guardián de este Bosque y por lo tanto estás bajo mi poder —sentenció el eremita— Deberás cambiar si pretendes salir de Sholdam. Esa es la única condición para poder volver a tu bello castillo.

— Pues pierde el tiempo…No pienso cambiar —respondió la princesa con descaro.

El eremita sonrió levemente, se transformó en cuervo y salió volando por la ventana por la que había entrado mientras lanzaba un graznido amenazador.

Rimbalis no creyó una sola palabra de Rongrin, pensaba que era la burla de un hechicero barato.

Al día siguiente de lo sucedido con el cuervo, Rimbalis se despertó y vio que nada era igual en su torre. Todo era distinto, sus ropas eran harapos desgreñados, su cama era un duro catre y sus posesiones lujosas se habían transformado en simples bagatelas de campesino. Incluso su cabello estaba hirsuto y áspero. Rimbalis, la altanera princesa era ahora una hosca campesina de los bosques y no poseía ninguna comodidad, digna de una noble dama. Por primera vez en su vida sintió que era desafortunada e infeliz.

Cuando recorrió la torre se dio cuenta que todo estaba arruinado y marchito. El lugar donde vivía ya no era una torre, sino una triste cabaña de labrador. La casucha no tenía ningún lujo, tan sólo incomodidades e insuficiencias. Incluso faltaban alimentos, no tenía nada con lo cual alimentarse.

Ante tantas necesidades se vio obligada a salir de la cabaña y buscar comida en el bosque, cosa que no sabía realmente como hacer, ya que nunca en su vida había necesitado buscar alimento, siempre se lo habían dado cuando ella lo ordenaba.

Recorrió las zonas aledañas y no encontró nada que le pareciera comestible, tan sólo habían hojas secas y unas bellotas enmohecidas. Ahora conocía el dolor del hambre y la pena de no tener a nadie que la ayudara. Cuando quiso regresar a su cabaña se dio cuenta de que no recordaba como volver a ella; se había perdido y la noche ya estaba avanzada.

Rimbalis se acostó en el húmedo suelo y trató de dormir, pues en el mundo onírico no sentiría las penas del presente. Cuando visitó el mundo de los sueños, soñó con todas sus comodidades pasadas y las añoró. Por un instante se dio cuenta que no había sido una persona agradecida, no había valorado su buena fortuna y no había sido justa con aquellos que la rodeaban.

Cuando despertó estaba casi congelada y sus harapos estaban todo mojados por el rocío nocturno. El sol aún no emergía de las montañas y no tenía como cobijarse de la helada matutina. Sintió que su cuerpo no poseía fuerzas como para tratar de buscar su cabaña y cayó en un sueño profundo y afiebrado; todo se tornó oscuro.

Mientras la princesa paseaba por el mundo de las sombras, que le parecieron eternas e interminables, vio a lo lejos una luz, cálida y amable. Corrió hacía ella y cuando despertó se encontró en una humilde pero confortable cama que la envolvía tiernamente. No estaba en su cabaña, ésta era otra morada. Las paredes eran de madera y al lado de su aposento había una anciana que la observaba con preocupación.

— Que bueno que hayas despertado…Pensé que morirías —comentó con seriedad la anciana —. Cuando te encontré estabas casi muerta y tu cuerpo estaba todo frío, realmente creí que estabas muerta, pero mi Tom te olfateó y supo que aún vivías.

Rimbalis quiso hablar, pero no pudo, había perdido el habla. La anciana pareció entender y mostró una sonrisa afectuosa.

— Está bien mi niña, no te preocupes si no puedes hablar… yo cuidaré de ti hasta que te recobres. ¿Quieres un cazo de caldo?

La princesa asintió y la anciana la alimentó con paciencia y amor. Rimbalis nunca había sentido esa dedicación, pues nunca nadie había hecho nada por ella de modo tan desinteresado y sin ser impuesto por medio de una orden.

Pasaron los días y de a poco sintió que su cuerpo recuperaba la vitalidad, pero era una energía muy distinta a la que había tenido siempre en su anterior vida. Este nuevo vigor era cálido y alegre, muy diferente al negativo y ruin que siempre la había acompañado antes.

La anciana que la protegía se llamaba Romal y siempre había vivido en Sholdam, no conocía la vida de Thagornia y por lo tanto estaba lejos de los egoísmos propios de la codicia y el deseo de poder. Junto a ella, la princesa volvió a surgir, se convirtió en una persona distinta; ya no añoraba los lujos y comodidades de la vida cortesana sino que empezó a amar la vida simple y amable de Romal, quien la trataba bien y le enseñaba a vivir en el tranquilo bosque de manera sencilla y hogareña.

Rimbalis vivió con Romal durante todo el invierno y cuando llegó la primavera sintió que su corazón ya estaba colmado de afecto y agradecimiento por aquella venerable anciana que le había mostrado un sendero distinto a seguir en la vida. Cuando esto sucedió, la princesa cayó en un profundo sueño en el que todo era sencillo y bondadoso. Al despertar, se encontró de nuevo en la torre, blanca como las estrellas. Sin embargo, Rimbalis ya no era la misma princesa egoísta e insolente de los viejos tiempos. En la primavera de Sholdam ella había renacido como una dama benévola y justa, que al mirar hacia el bosque florido encontró el camino a su castillo en Thagornia.

Por Edle M. Julve

Ragoldet, el rey necio


En un Reino muy antiguo, llamado Lagtho, vivía un rey llamado Ragoldet. Era un joven aún, pues hacía poco había sucedido a su padre, Goldar, quien había fallecido. El difunto monarca había vivido cien años y su reinado había sido conocido por la prosperidad y justicia que había impartido.
Todos los súbditos de Lagtho esperaban que Ragoldet siguiera los pasos de su venerable padre. Sin embargo, sus esperanzas eran vanas pues el joven rey no tenía nada en común con el sabio Goldar, por el contrario, era una persona que no había aprovechado la educación que su padre se había esforzado por darle. Ragoldet tan sólo apreciaba los placeres vulgares: salir a cazar, abusar del vino y los manjares, perseguir mujeres y maltratar a aquellos que consideraba inferior a él.
Cuando inició su reinado pensó que tan sólo se trataría de diversión y placeres, pero no fue así. Los ministros lo empezaron a perseguir para que cumpliera sus deberes de rey. Le decían: “Debes casarte para darle un heredero a tu Casa…”, “Debes firmar el tratado de paz…”, “No hagas una guerra inútil…”. Ragoldet tan sólo se limitaba a decir sí o no, pero no se involucraba realmente con su compromiso con Lagtho, en realidad odiaba ser rey. Hubiese preferido seguir siendo un joven despreocupado que disfrutaba de los placeres mundanos.
Un día, varios años después de haber sido coronado rey, Ragoldet pensó que ya era hora de contraer matrimonio. Llegó a pensar esto porque se dio cuenta que si no tenía un hijo, su linaje se perdería. Al mismo tiempo vio que ya no era tan joven y que muchos nobles de su reino ambicionaban su título si él moría sin herederos. Con cierta desesperación empezó a buscar en los reinos cercanos a la princesa que sería su esposa, pero a todas les faltaba algo para que a él no le convenciera. Generalmente siempre se trataba de una cuestión estética; de este modo estuvo seis años buscando sin encontrar a la princesa ideal.
Los ministros se impacientaban, veían que el rey ya estaba en la madurez y aun no había asegurado la continuidad de su Casa. Entonces, un día, uno de los ministros más sagaces de Lagtho se acercó al rey y le dio un consejo: “No te fijes tanto en la belleza de las princesas, fíjate en la herencia que te pueden dejar, los beneficios para Lagtho. Eso es lo importante”
El rey pensó en esto y decidió que el astuto anciano tenía razón, buscaría a la princesa más rica y la conseguiría para su propio beneficio. Reanudó la búsqueda y después de desechar a las princesas menos potentadas, encontró a una. Esta princesa pertenecía a un reino llamado Thagornia, un país alejado de Lagtho. La dama se llamaba Alabis, era muy bella y rica y poseía la ventaja de ser la única heredera de su reino, pues sus cuatro hermanos habían fallecido en una guerra contra Lindot, un reino que finalmente había sido anexionado a Thagornia. Pero a pesar de estas grandes ventajas, Alabis era una mujer de carácter colérico y caprichoso.
Ragoldet pidió la mano de Alabis y le fue concedida sin dificultad, pues los reyes de Thagornia vieron que era un buen pretendiente para su hija. El reino de Lagtho era tan rico y poderoso como Thagornia y sería una alianza provechosa para ambas monarquías.
Alabis se disgustó mucho cuando sus padres le informaron que se casaría con Ragoldet, ya que lo veía gordo, feo y grosero. Sin embargo aceptó la propuesta; ella era tan ambiciosa como su futuro esposo.
La ceremonia se llevó a cabo en Lagtho con la mayor suntuosidad posible, ya que Ragoldet quería demostrar a los nobles que su Casa continuaría gobernando y que ellos no tendrían oportunidad alguna. Por otra parte, los ministros estaban muy conformes ya que la futura reina era bella, rica y de noble estirpe.
Pero no todo salió como Ragoldet lo había planeado. Alabis tan sólo le pudo dar una hija, a quien llamaron Uthien. Esta situación significaba el final de Lagtho como reino y el rey empezó a caer en una paranoia incesante, pues sabía que si no había un heredero varón su Casa se perdería y los nobles se abalanzarían por las ansias de poder y podría surgir una guerra civil.
Los nobles se dieron cuenta de la débil situación de su rey y empezaron a urdir intrigas políticas, pero no tuvieron éxito alguno ya que Ragoldet los descubrió y decapitó a todos los traidores finalizando así las tentativas de destronarlo.
Alabis, era una reina muy influyente en el reino y consiguió que se dictara una ley que permitía que su hija fuera gobernante legítima de Lagtho. Los ministros no se animaron a contradecirla ya que conocían las consecuencias de la ira de la reina y declararon la ley. Esto fue un golpe a los intereses de los ambiciosos nobles que habían sobrevivido a la rabia de Ragoldet y se vieron obligados a prestar juramento so pena de muerte a la pequeña princesa Uthien, que mostraba haber heredado el irritable carácter de su madre y la determinación de su padre.
Muchos años después Alabis falleció por una peste que azotó a Lagtho y Ragoldet no lo lamentó, siempre había considerado a su esposa como a una histérica y nunca le había gustado su actitud dominante en los asuntos del reino. La muerte de la reina le dio como beneficio el control sobre el reino de Thagornia, que ahora le pertenecía por las leyes de aquel país.
Ragoldet estaba conforme, era inmensamente rico, su Casa se había salvado con la ley que protegía a Uthien y sus dominios eran más extensos. Pero una situación cambiaría esta cómoda existencia…